El Trono Del Yo
- Don V.
- hace 3 días
- 2 Min. de lectura

Personas que han hecho del “yo” su único templo. Viven encerradas en sí mismas, girando sobre su propio eje, como si el resto del mundo fuera apenas un molesto ruido de fondo, una interferencia enemiga con forma humana.
Y cuánto más duele cuando esa persona es parte de tu sangre, de tu historia, de tu mesa. Alguien que debería estar ahí. Pero no está. O peor: está, pero solo para sí.
Lo más desconcertante, lo más doloroso, es su saber. Sabe perfectamente de los problemas, de las batallas que uno libra en soledad. Sabe que su propia sangre atraviesa momentos complejos, urgencias concretas, dolores profundos… pero ahí está, como si su única obligación fuera con su propia agenda emocional.
Y si aparece, lo hace desde el lugar menos necesario y más patético: el de la víctima. “A mí nadie...”, “Yo siempre....”, “Yo no tengo nada....”. Pero sí tiene. Y mucho. Podría tender una mano, una palabra, un gesto. Pero no. Opta por la omisión calculada, la pasividad que lastima más que un grito.
A veces, incluso, juega sucio. Siembra pequeñas maldades, actúa con una frialdad que no es torpeza, sino elección. Como si necesitara reafirmar su rol de outsider, de mártir incomprendida. Y su ausencia, lejos de ser neutra, se siente como una presencia hostil.
Y uno intenta entender. Rebusca en la historia compartida, en las heridas viejas, en las diferencias de crianza o de carácter. Se pregunta si algo de todo esto se podría haber evitado. Pero llega un momento en que ya no hay más preguntas que sirvan de puente. Solo queda el muro. Y del otro lado, alguien que sigue repitiendo “yo, yo, yo”, como un mantra vacío.
La familia no debería ser una carga ni una deuda. Pero sí debería ser, al menos, una brújula. Una responsabilidad afectiva mínima. Una conciencia básica del otro. Y cuando alguien la desoye, una y otra vez, deja de ser parte del mapa y se convierte en un punto ciego.
Aprendés a convivir con eso. A seguir sin esperar. Pero no sin sentir. Porque el desinterés no es neutral: hiere. Y lo más triste de todo es que lo hace con conocimiento de causa.
Porque hay ausencias que se explican por la muerte, por la distancia, por la imposibilidad. Pero hay otras, mucho más crueles, que se dan por elección.
Elección basada en fantasmas, envidia, celos primates. Ausencias diseñadas para doler. Ausencias que, sin decir nada, dicen todo.
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